
Alrededor del siglo XX, se presentaron grandes revoluciones en el sector automovilístico y, de manera paralela, en el energético. Entre ellas, se resalta en 1859 la creación de la primera batería recargable de plomo-ácido y, en 1881, uno de los primeros vehículos eléctricos impulsados por este tipo de energía. Sin embargo, el punto débil de estas baterías era evidente: se demoraban hasta ocho horas en cargarse, eran muy pesadas—y apenas alcanzaban una autonomía promedio de 60 kilómetros, que iba disminuyendo a medida que se consumía la carga. Esto llevó a los carros eléctricos a dejar de ser la opción más vendida a inicios de ese siglo, además de la llegada de los combustibles fósiles.
Para que la historia no se repita, hoy los esfuerzos deben enfocarse en dos frentes: incrementar la densidad energética de las baterías, y mejorar la estrategia comercial en torno a los vehículos eléctricos.
En primer lugar, la densidad energética de las baterías no va a incrementar por la rapidez en la carga, sino por la cantidad de energía que pueda ser almacenada. Este almacenamiento es el gran reto del siglo, y los esfuerzos se han comenzado desde la creación de baterías comerciales de iones de litio en 1991, pero los avances posteriores no han resuelto un aspecto clave: el problema no es solo el almacenamiento, sino lo grandes y, en algunos casos, peligrosas que terminan siendo las baterías con alta densidad energética. En 1900, las baterías pesaban 360 kilogramos, aproximadamente un 40% del peso del automóvil—sin duda una de las razones del fracaso de los carros eléctricos en esa época.
El otro problema está en la materia prima necesaria para la creación de baterías—litio, cobalto, níquel, grafito y manganeso—. Su extracción implica un alto impacto ambiental, principalmente por el desperdicio de agua, y sus costos se mantienen elevados porque la oferta crece más lento que la demanda; además, la producción está altamente concentrada en pocas regiones, lo que hace las cadenas de suministro muy vulnerables a riesgos geopolíticos. Por otro lado, los nuevos proyectos mineros en estos minerales requieren inversiones de capital fijo intensivas y plazos de retorno que pueden superar los diez años, lo que desalienta a los inversionistas, en un contexto de creciente incertidumbre sobre la materialización de la transición.

En segundo lugar, el desarrollo comercial del sector de carros eléctricos aún tiene mucho por mejorar. La infraestructura de carga, el mantenimiento de vehículos eléctricos y otros servicios asociados suelen plantearse como soluciones inmediatas, en lugar de proyectos con visión de mediano plazo y objetivos claros. Si el mercado adoptara este enfoque más estratégico, el consumidor final tendría una perspectiva más confiable sobre la transición energética. Además, abrir espacio a una mayor competencia en el mercado—con más jugadores, conceptos y productos—garantizaría innovación, mejores soluciones y precios más atractivos.
En conclusión, la transición automotriz hacia los carros eléctricos dependerá de dos factores centrales: lograr un aumento significativo en la densidad energética de las baterías —con mejoras notables en peso, seguridad y autonomía—y redefinir la forma en que se comercializa el futuro del sector ante el consumidor final. El éxito de este cambio en el corto plazo dependerá de la capacidad de integrar soluciones de manera estratégica en la economía, y en la vida cotidiana.
Los retos pendientes de la transición automotriz – Daniel Felipe Rueda Grijalba Economista





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